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MORIR EN LA PROMESA

 

GENESIS 23

Pbro. Raymundo Villanueva Mendiola

1.      El dolor de los que quedan

En el momento en que Sara murió tenía 127 años, cuántas cosas no habrá visto esta santa mujer. ¡Cuánto amor dio en esos 127 años! Y ¡Cuantas oportunidades tuvo de servir al Señor en todo ese tiempo! Su vida hasta el día de hoy debe seguir inspirando a las mujeres devotas para seguir su ejemplo, como lo explica Pedro, en el amor y cuidado de su esposo, o como lo explica Pablo, en la fe inquebrantable que puso en el Señor. Sí, podemos llegar a imitar a hombres y mujeres, porque como lo dijo Pablo debemos “imitar su fe”. Su esperanza, la confianza que los dirigía y la vida que llevaban de acuerdo a esa confianza. Ella vio la promesa del Señor crecer y fortalecerse, hasta que el joven que volvió de Moriah cumplió 37 años. Había visto la promesa del Señor cumplirse, pero aún esperaba la promesa de la tierra que sería de ellos. Porque hasta ese momento tanto Abraham como ella vivían en tiendas, no tenían propiedad en Canaan, ni en ninguna parte, pero eso no debilitó la fe de Sara, y mucho menos la de Abraham.

Ella murió en Quiriat-arba, que es el antiguo nombre de Hebrón. Abraham, tristemente no estaba ahí cuando murió su mujer. Esto no obedece a alguna separación entre ellos, sino a la costumbre de la época, en la que estos nómadas debían dividir su caravana para poder administrarla mejor. Pero Abraham está cerca de su mujer, tan cerca que su corazón siente profundamente la muerte de Sara. Por eso dice que “vino Abraham a hacer duelo por Sara y a llorarla”. Qué imagen tan impresionante, un hombre, que a la sazón debía tener aproximadamente 137 años, dolido por la partida de su amada esposa. La muerte es así, por mucho que nos hagamos a la idea de que nuestros mayores van a morir, o por mucho que creamos que la muerte es un alivio a los dolores que nuestro ser querido pudo experimentar en vida, no podemos evitar sentir dolor. El dolor es parte de la paga del pecado. El dolor lo experimentamos incluso al dar vida (con dolor darás a luz tus hijos), y también dolor experimentamos cuando tratamos de “ganarlos la vida” (con dolor comerás de ella). Incluso los mexicas entendían esto, cada que un niño nacía, más que una fiesta entonaban una elegía, en la que afirmaban que el niño o niña nacido,  solo había venido a sufrir a este mundo. Ellos, sin embargo, no lo veían como un castigo por el pecado, sino como un medio de redención. Para nosotros, los creyentes, sin embargo, el dolor no es un medio de redención, sino la expresión de lo terrible que es el pecado. La muerte no es bella, es la paga por el pecado, la condena que el hombre debe sufrir por haberse rebelado contra el Señor. El dolor nos muestra que algo no está bien, que algo no debería ser como es. El dolor por la muerte de un ser querido, nos muestra que la muerte no es normal, no es parte de la norma original de Dios para su creación. Hay creyentes que afirman que los hijos de Dios no debemos sentir dolor por la partida de un ser querido, por una esposa, un hijo o madre que ha partido, sino que deberíamos mostrar entereza y alegría, porque ahora nuestro hermano ya está en el cielo. Otros tratan de disminuir la importancia de las emociones que llamamos “negativas” como la tristeza o el enojo, considerándolas como no cristianas. Pero en muchos lugares de las Escrituras se habla de que nuestra tristeza, y no solo la alegría, debemos vivirla para el Señor. Porque la redención no es únicamente de las cosas que llamamos espirituales, sino que nuestras emociones y relaciones están siendo redimidas, restauradas a la correcta relación con el Señor. Esa tristeza producto de la muerte de algún ser querido, debe ser vivida delante del Señor, tal y como Abraham lo hizo. Su tristeza era tal que incluso cuando hablaba de Sara, lo hacía con la frase “mi muerta”. En ello no podemos dejar de ver el cariño que aún pervive incluso después de la muerte. Sigue habiendo un lazo que los une, ya no como esposos, pero este lazo los liga más allá de la muerte. Y ese lazo mis amados hermanos es el de la promesa. 

2.      Extranjeros y forasteros

Abraham se dirige entonces a los heteos (o conocidos también como hititas), para comprar una propiedad para sepultura. Todo este diálogo refleja las negociaciones que se daban a la puerta de una ciudad, donde los lideres de esa población se reunían tanto para hacer negocios, como para definir asuntos de gran importancia. Abraham comienza reconociendo su condición “entre el pueblo de aquella tierra”, se llama a si mismo “extranjero y forastero”. En hebreo es Rag y Toshab, ambas palabras designan no solo a alguien que viene de fuera, sino que se trata de un “residente permanente que siendo ciudadano de otra tierra, emigró a un nuevo país de residencia.” (Vine). Es necesario dejar claro que un Rag no tiene derecho a poseer tierras, mucho menos de obtener usufructo de ellas. Abraham entonces está reconociendo cuál es su situación jurídica delante de los ciudadanos de Canaán. Él reconoce que es alguien que no tiene derecho actual a la tierra que pisa. Sin embargo y a pesar de ello, Abraham está dispuesto a solicitar un parte de tierra para sepultar a su esposa. Un texto nos ayuda a entender este pasaje, Hebreos 11: 13-1seis nos explica más claramente este pasaje. Abraham y con él todos sus descendientes, se confesaba a sí mismo extranjero y peregrino porque en su vida misma él esperaba ver cumplidas las promesas, no por la labor del hombre, sino a través de la obra del Señor. Por eso Hebreos nos dice que esperaba una “patria mejor, celestial, una ciudad”. Podríamos buscar una interpretación dualista, diciendo que un peregrino es aquel que desprecia las cosas creadas por Dios y vive sin posesiones, para poder adquirir bienes espirituales, como si lo material (la riqueza) fuera algo que puede corromper al hombre. Pero no es este el sentido del texto, lo que en realidad nos quiere decir es que ser peregrino es caminar y vivir en este mundo en la espera del cumplimiento de las promesas de Dios. Cada acto, cada paso, cada compra, se vuelve una expectativa de la promesa cumplida. Por eso, la patria mejor, la celestial, la ciudad construida por Dios, se refiere al cumplimiento pleno de lo prometido a Abraham (y en él a nosotros). A Abraham se le prometió al tierra de Canaán en herencia, para él y su posteridad, para siempre, esta promesa tiene un amplio cumplimiento en Cristo, quien tiene autoridad no solo sobre la tierra de Canaán o Israel, sino sobre el cielo y la tierra. Y esta tierra, que él gobierna, nos la da a nosotros, su pueblo (Colosenses). Por ello Abraham insiste en comprar la tierra. Porque enterrar a su muerta en ella es un acto de fe, “ahora solo tengo un terreno para morir, pero en un futuro mis descendientes habitarán toda esta tierra, y no solo tendrán terreno para morir, sino tierras para cultivar, terrenos para construir, casas para habitar y una sociedad que refleje el temor al Señor”. Somos peregrinos igual que Abraham, porque caminamos en este mundo hacia el cumplimiento de la promesa del Reino de Dios. Volveremos a este tema más adelante.

Cuando Abraham hizo la solicitud a los hijos de Het, los que estaban reunidos respondieron llamándole príncipe de Dios, y en lugar de venderle, le ofrecieron alguno de sus sepulcros para enterrar a Sara. Al llamarlo de esta forma reconocen dos cosas, primero que Abraham es un hombre poderoso, la frase puede traducirse “un príncipe poderoso”. Esto implica que reconocen el poderío de Abraham, tanto económico como político. Abraham era un peregrino, pero no era pobre. Él tenía mucha influencia tanto económica como política. Ya habíamos visto como se había enriquecido en Egipto y Filistea, y cómo había hecho un pacto de no agresión con Abimelec. Abraham es poderoso. Pero también dicho poder es reconocido por estos heteos y adjudicado a Dios. Si Abraham tiene el poder que tiene es debido a la gracia de Dios. Él ha sido señalado por Dios como aquél que traería bendición a todas las naciones, incluso a la de los heteos. La gran pregunta es si los heteos habrán de cobijarse bajo el cuidado del Dios de Abraham. Y la terrible respuesta es que no. En su rechazo inicial de la petición de Abraham no solo están rechazando a Abraham, sino como tal al Dios que sirve. Abraham sabe la diferencia que existe entre los heteos y él. No es una cuestión racial, sino una de fe. Los heteos tienen otros dioses, y su manera de interpretar la vida, su manera de vivirla, va en contra de la manera de vivir de Abraham, incluso, en contra de su forma de morir. Porque Abraham vive y muere por fe, sabe que si vive o muere le pertenece al Señor, al igual que Sara. Pero ellos no, ellos no le pertenecen al Señor, nada los liga a ellos, ni nada debe buscar con ellos. Hay una distinción entre el pueblo de Dios y los que no lo son, y aunque nuestras tumbas estén una junto a la otra, nuestras lápidas distinguen claramente nuestro destino, las de los creyentes, vida eterna, la de los impíos vergüenza perpetua.

Por ello su deseo es comprar la tierra, es como un adelanto de la provisión divina. ¿Acaso no fue el Señor quien le bendijo con toda clase de bienes? La compra de ese terreno viene por provisión divina, no por el esfuerzo de Abraham. Al principio los heteos le ofrecían usar alguno de sus sepulcros, es decir, sepultar a Sara en tierra de los heteos, Abraham no podía permitir eso, la promesa era clara, la tierra sería suya, y él confiaba en la promesa, debía comprarla, para así tener una tierra propia, dentro de Canaán. Entonces Abraham suplicó a los heteos que intercedieran por él delante de Efron, el propietario de la cueva de Macpela, para que le venda esa cueva para sepultura. Resultó que, providencialmente, Efrón estaba ahí, y en un acto de amabilidad no poco común entre los heteos, le ofreció la cueva como regalo, incluida el terreno alrededor. Abraham sin embargo insistió en querer comprarla. Efrón le da el precio, pero insiste en pasarlo por alto, y Abraham por fin acaba pagando cuatrocientos siclos de plata, que a nuestros días vendrían siendo más de 100000 pesos. Precio que inmediatamente paga sin ningún impedimento. Vuelvo a insistir en el tema del peregrino. No es correcto pensar que aquél que sigue al Señor debe necesariamente ser pobre. Más bien, aquél que sigue al Señor, debe estar dispuesto a renunciar a todo por el Señor y su promesa. Abraham estuvo dispuesto a pagar el precio no porque la tierra fuera a darle grandes ganancias, sino porque su valor radicaba en la promesa del Señor.

3.      La esperanza de los que duermen

No somos superiores a nuestro Señor Jesucristo. Gregorio de Nacianceno nos dice “Él fue vendido, y bajo fue el precio… aún así Él compró de vuelta el mundo al altísimo costo de Su propia sangre”. Cuánto costó el rescate, la redención de este mundo. Así como él pasó por la muerte todos y cada uno de nosotros hemos de hacerlo. Seremos, en palabras del Apóstol, “semejantes a él en su muerte” (Fil 3:10). La muerte está en el camino hacia la llegada de la promesa. Porque al Señor le fue prometida la gloria, como dice Hebreos, pero no sin antes pasar por el sufrimiento de la cruz (Heb. 12:2). Cristo Jesús, poniendo los ojos en la recompensa, es decir el trono que le esperaba, el reino sobre todas las cosas, menospreció el oprobio, el dolor de la cruz. Si mis hermanos, él conquistó por la muerte el Reino. Por lo mismo él resucitó y se sentó a la diestra de Dios Padre gobernando sobre todo. Desde ahí Él recibe toda alabanza y gloria por los siglos de los siglos amen.

A nosotros, su pueblo, aquellos que le seguiremos hasta la muerte, nos ha prometido que nos volveremos a levantar y que disfrutaremos en este mundo de los dones maravillosos del Señor. Sí, se nos ha prometido volver a vivir cuando el Señor Jesucristo regrese. La esperanza del creyente, de aquellos que duermen, no es solamente el cielo tan anhelado, sino la resurrección de nuestro cuerpo. Abraham sepultó a su muerta, pero esperaba la resurrección de los muertos. Él esperaba el cumplimiento de la promesa en un cielo nuevo y en una tierra nueva, con cuerpos renovados. Muchos se imaginan que seremos resucitados con alguna especie de cuerpos no materiales, toman la palabra “espiritual” como inmaterial, cuando la frase “cuerpo espiritual” de la que nos habla Pablo en 1 Cor. 15 debe entenderse como que nuestra vida reflejará en su cuerpo, en cada acción, la dirección del Espíritu. No que será transparente. Hay otros que dicen que nos reconoceremos en el cielo cuando muramos, pero no cuando resucitemos. ¿Qué locura es esta? ¿Dónde en las Escrituras se menciona algo parecido? En ningún lugar. Lo que se nos dice de la vida en la resurrección es que será como nuestra vida mortal, pero con dos diferencias, no habrá muerte y no habrá pecado. Ya no pelearemos contra el pecado, porque será erradicado. Ya no temeremos la muerte, porque no existirá más. El dolor y el llanto habrán pasado, porque nuestro Señor habrá hecho una nueva tierra y un nuevo cielo, es decir, este mundo no será destruido, sino renovado para que podamos servir al Señor para siempre y en devoción absoluta.

Cuando sepultamos a nuestros muertos, estamos afirmando que la tierra es nuestra, y que habremos de disfrutarla una vez más, cuando el Señor regrese. Apocalipsis nos dice que llevaremos la honra y la gloria de las naciones a Jerusalén, es decir, que todo desarrollo cultural será puesto a los pies del Señor, y él será reconocido como el dador de todos estos dones. Sepultamos a nuestros muertos con esta esperanza, ellos y nosotros llevaremos los avances, la gloria, la riqueza de las naciones, para entregarlas al Señor. Son su botín de guerra, son su propiedad, él las compró, él las ganó. Por ello amado hermano, no dudes en invertir en el reino de Dios. Todas tus cosas, todo lo que haces, comienza a ponerlo al servicio del Señor. Recuerdo cuando nos decían que lo que llevaremos al Señor son las almas de los redimidos, sí, es cierto, pero no solo eso, también todo lo que hayamos hecho, sea bueno o sea malo. Sara, la esposa de Abraham, traerá ante el Señor, todo lo que ella hizo y logró por el Rey, no por su fuerza, sino por la gracia de Dios. Ella está esperando ese día, como huesos, o como polvo, pero espera pacientemente el día en que escuche la trompeta que anunciará el regreso del Señor. Ella se levantará, y con un cuerpo sin pecado y sin muerte, sin vejez ni enfermedad, verá al Señor y pondrá a sus pies todo lo que el le dio para servirlo en vida.

S. G. De Graff dice: “La promesa que se nos da es que heredaremos para siempre el bendito reino terrenal. Tenemos un lazo con la tierra. Para los creyentes la sepultura no es solamente un símbolo de humillación y ruina, sino también del papel que desempeñan en la historia terrenal, y aún de su glorificación final junto con la tierra. Ahí donde fuimos sepultados, seremos glorificados”. Tenemos un papel en esta historia hermanos, hoy vivimos para el Señor, sino tu vida no sirve de nada. Nuestro trabajo, nuestras relaciones, nuestras amistades, nuestras diversiones, y demás, todo ello tiene sentido en vista de la resurrección. Se te ha dado el papel de ser “ministro de la reconciliación”, de traer todas las cosas a los pies de Cristo. De fungir en este mundo como siervo de Dios, custodio de tu hermano y mayordomo en la creación, para la honra y gloria del Señor. Ahí donde seas sepultado, ahí donde fueron sepultados tus ancestros, y tus familiares, si están en Cristo, ellos se levantaran para dar gloria al Señor. Pero si no, si tu no has creído en Cristo, tu sepultura será tu fin. Sí, resucitarás, pero no para salvación, sino para condenación, porque toda tu vida fue vivida como la de los heteos, sin fe en la promesa, sino para ti y tu propio bienestar.

Conclusión

Hoy seguimos sepultando a nuestros muertos, con una sola visión: ese no es el fin, lo mejor aún está por venir. Calvino decía: “Abraham tenía el propósito de dar testimonio a la posteridad de que la promesa de Dios no se había extinguido ni por su propia muerte ni la de su familia; sino que apenas comenzaba a florecer; y que aquellos privados de la luz del sol y del aire vital, aún permanecían unido y participando de la herencia prometida. Porque aunque ellos estaba mudos y sin palabras, el sepulcro grita fuerte, que la muerte no es un obstáculo para que ellos entren a poseer la tierra.” La tierra es nuestra, y ni la muerte podrá quitárnosla, porque nos ha sido dada en Cristo, el Señor y soberano, el que gobierna sobre el cielo y la tierra, y quien hoy dirige todas las cosas, incluida nuestra vida y muerte, para su gloria y honor.

 

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