Nuestro Buen Dios, desde el principio estableció un Pacto con su creación. Por su Palabra poderosa hizo que todo comenzara a existir (Gen 1, Sal.). Esa Palabra es firme hasta el día de hoy, es por esa Palabra que todo lo que existe hoy, sigue existiendo (Juan 1:1-3). Y como una contraparte en el pacto Dios creó al ser humano, varón y hembra, para que fungieran como socios de Dios en el desarrollo de la creación. Les dijo: Fructifiquen y multiplíquense, llenen la tierra y sojúzguenla, señoreen en toda la creación (Genesis 1:28). De esta forma toda la labor del ser humano está incluida dentro del pacto. Desde los actos tan íntimos como las relaciones sexuales y la procreación, pasando por las actividades como la agricultura, la pesca y la ganadería, hasta los desarrollos culturales y tecnológicos del ser humano, todos ellos están englobados en el Pacto del Señor, porque dicho Pacto es el mandato de Dios para la humanidad para que hagan todo para su gloria, prometiendo bendecirles en todo lo que hagan. De hecho, el Señor llama a Adán y a Eva los coloca en una relación muy particular. En el huerto de Edén, Dios reafirma su derecho para conducir y enseñar al ser humano lo que es bueno y lo que es malo. Por eso les prohíbe comer del árbol del conocimiento del bien y del mal (Gén. 2:16-17). Dios no les prohíbe conocer el bien y el mal, les prohíbe se establezcan a sí mismos como el parámetro para lo que es bueno y es malo. Es decir, les está llamando a vivir dentro de su Pacto, de acuerdo a su Palabra con la cual sostiene al mundo y dirige al ser humano. El Pacto del Señor entonces afirma que la bendición de Dios estará con el ser humano entre tanto y nos sometamos gustosos a su voluntad, así, todas nuestras labores tendrán su bendición, y cada cosa que hagamos será para su gloria.
El Señor había dicho al ser humano que labrara y guardara el jardín (Gen 2:15), labrar implicaba desarrollar, y guardar significaba proteger. Esto implicaba que había un peligro cerniéndose sobre la buena creación de Dios. Satanás, el enemigo de Dios, había empezado una rebelión en los altos cielos, un tercio de los ángeles le habían seguido, y Dios puso al hombre para que fuera su aliado en esta lucha cósmica. Nosotros podríamos esperar que Adán y Eva se pondrían del lado de Dios en la lucha cósmica. Pero Satanás les ofreció ser como Dios (Gen 3:4-5), sabiendo el bien y el mal, es decir, les ofreció ser los dueños de su propio destino, que ellos fueran quienes decidieran lo que estaba bien o lo que estaba mal, sin tener que rendirle cuentas a nadie, sin estar dentro del Pacto. El ser humano, el hombre y la mujer, se unieron a Satanás y sellaron su destino comiendo del fruto prohibido. En ese momento los cielos tronaron, pero no para castigar al hombre y a su mujer, sino para deshacer la abominable alianza del hombre con Satanás. Porque Dios jamás abandonaría a su creación, ni a aquellos que habían sido hechos a su imagen, a quienes había encargado el desarrollo de su creación. Si el ser humano caía, toda la creación caía con él. Así que el Señor no dejó las cosas como el hombre había decidido que estuvieran, sino que rompió la alianza del ser humano con Satanás, y estableció una enemistad, un continuo pleito entre aquellos que seguirían a Satanás, y aquellos que seguirían a Dios. Jamás se unirían, y le prometió a la mujer (Gen. 3:15), que de ella vendría uno, que aplastaría la cabeza de la serpiente. Uno que les liberaría de la opresión demoniaca sobre la creación. Este fue llamado en ese momento, la simiente de la mujer. Él habría de acabar con el reino de las tinieblas y hacer que el ser humano, una vez más, pudiera servir al Señor con fidelidad, viviendo dentro de su pacto y andando de acuerdo a sus leyes.
Pasaron muchos años desde aquel trágico acontecimiento y la gloriosa promesa. El ser humano estaba olvidando cada vez más el pacto del Señor. Se levantaron falsos dioses en las diferentes naciones, producto de la invención de los corazones corruptos. Y es que cuando el ser humano deja el pacto a un lado, comienza un descenso a la locura, una miseria que se expresa en cada cosa que hacemos. De esta forma, todas las naciones, familias, y actividades humanas, estaban bajo la maldición de Dios. Porque recuerda, vivir lejos del Pacto, es vivir lejos de la bendición de Dios.
Pero el Señor escogió a Abraham y le dijo: “Yo seré tu Dios y el de tu descendencia después de ti”, le escogió, para a través de él y sus descendientes traer al hijo prometido. Le hizo una promesa: “En tu simiente serán benditas todas las familias de la tierra” (Gen. 12). No le dijo, “en tus simientes” como si fueran muchos, sino “en tu simiente”, uno que habría de traer la bendición a todas las familias, naciones y actividades humanas. Mi amado hermano y amigo la simiente de la mujer, es la simiente de Abraham que habría de traer la bendición a todas las naciones. Siglos después, la descendencia de Abraham fue mucha, se llamaba “Israel” y tenía doce tribus, y el Señor escogió una de ellas para ser la que traería al señalado por Dios, la tribu de Judá. De esa tribu nació David, a quien el Señor hizo rey de todo Israel, a él le prometió que un hijo suyo sería no solo rey de Israel, sino un rey de todas las naciones y que traería la bendición tan anhelada: “Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios. Será como la luz de la mañana, como el resplandor del sol en una mañana sin nubes, Como la lluvia que hace brotar la hierba de la tierra” (2 Samuel 23:3-4). Este hijo de David habría de venir a reinar sobre los hombres, resulta mi amado hermano, que este hijo de David, es la simiente de la mujer y la simiente de Abraham de las que ya hemos hablado. Sí mi hermano y amigo, El Señor no ha dejado de impulsar el cumplimiento de su pacto, Dios es fiel a sus promesas, y toda la vida de Adán y Eva, de Abraham y su descendencia, de David y sus descendientes, la vida de todo ser humano está dentro del pacto, de tal forma que todo lo que sucede, el Señor lo acomoda para que se cumpla.
Por eso, pasaron miles de años, hasta que el ángel Gabriel le anunció a María que estaba encinta, porque Dios la había escogido para ser la mujer más bendecida del mundo, ella habría de llevar al mismo Dios en su vientre, le habría de dar mamar con sus pechos, y consolar su llanto. Ese santo ser que nacería sería llamado Hijo de Dios y él salvará a su pueblo de todos sus pecados (Lucas 2). José, quien era el prometido de María y descendiente de David, obedeció la revelación del ángel y la recibió como su esposa. El nombre de este pequeño es Jesús. Él creció para convertirse en un hombre, y predicó poderosamente entre sus compatriotas, que el Reino de Dios se había acercado. Que era el tiempo de arrepentirse y creer en el evangelio (Marcos 1:15). Él sanó a los enfermos, a todos los oprimidos por Satanás, a todos los leprosos los limpió, a los ciegos, les dio vista, y a los cojos, les hizo andar. Es decir, empezó a quitar la maldición que había caído sobre los hombres debido a su rebelión contra Dios. Él no condenó al pecador, sino que buscó su arrepentimiento, y su mensaje fue escuchado de tal forma que las prostitutas, y los publicanos se arrepentían por multitudes. Miles le seguían y creían que era el elegido de Dios para traerles la bendición tan anhelada. Y sí, él era el señalado por Dios, aquél que había sido prometido para destruir el poder de la serpiente, para traer bendición a las naciones, y para reinar sobre todos los pueblos. Sin embargo también tuvo enemigos, quienes instados por Satanás, confabularon para matarle, Herodes y Poncio Pilato, junto con todos los gentiles y judíos, todos ellos lo crucificaron. Pero no entendieron que en realidad lo que estaba sucediendo era la voluntad de Dios. Porque hay un problema muy arraigado en el corazón del hombre, aunque Cristo hiciera los más grandes milagros y sanara externamente al ser humano, el corazón seguía igual, rebelde contra Dios y dispuesto a quebrantar su pacto a cada instante. La muerte es el castigo que viene a nosotros por causa de vivir fuera del pacto, es la maldición que cargamos como humanidad. Pero Dios no quiere “la muerte del impío” (), por ello Cristo Jesús tomó nuestro lugar y murió en la cruz. Lo que sucedió hace dos mil años en el Gólgota, no fue un asesinato, fue la entrega libre del Hijo de Dios y del hijo de la mujer, para morir en nuestro lugar. Jesucristo murió en nuestro lugar, en aquella cruz, y cargó con todos nuestros pecados. Pasaron los días y parecía que su mensaje se había silenciado, parecía que el poder de Jesús era limitado. Pero al tercer día ocurrió el milagro que nadie esperaba: Cristo Jesús Resucitó. Se levantó con poder. La muerte no podía retenerlo en el sepulcro. Él había vencido la muerte, había hecho trizas la alianza del hombre con Satanás. Había logrado lo que Adán, Abraham, David y otros no habían conseguido: Liberar al hombre de su pecado. Por medio de su sacrificio él purifica nuestras vidas del pecado y la rebelión contra Dios, estableciendo un nuevo Pacto por medio de su sangre. En Cristo se han cumplido las promesas hechas a Adán y Eva, las hechas a Abraham y también a David. Cristo es el prometido desde el principio de los tiempos, aquél que toma sobre sí el fracaso de la humanidad y paga por él. Cristo es el prometido para traer bendición a las naciones. Y Cristo es el prometido para ser el Rey de todo el universo. Jesucristo es ahora el nuevo Adán, quien dirige toda la creación al servicio de Dios. Esto es claro cuando él dijo a sus discípulos antes de subir a los altos cielos: “Toda autoridad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mateo 28). A Jesús se le ha dado toda la autoridad en el cielo y en la tierra, de tal forma que no hay una sola cosa que no le pertenezca al Señor.
Él mandó a sus discípulos diciendo que, puesto que él tiene toda la autoridad en el cielo y en la tierra, ellos debían ir por todo el mundo y predicar el evangelio a toda criatura, bautizándoles en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, añadiendo la promesa de que estaría con ellos hasta el fin del mundo. Evangelio significa buenas nuevas, y es otro nombre para el Pacto y sus beneficios, porque nos da a conocer la buena noticia de que ahora por medio de la muerte y resurrección de Cristo todo pecado y maldad, toda rebelión contra Dios recibe perdón. Cristo Jesús nos coloca una vez más en una relación de fidelidad a Dios, permitiéndonos servir a Dios en todo lo que hacemos, viviendo dentro del pacto y sus beneficios. Trayendo la bendición a la humanidad. Por eso nos ha dado su Espíritu Santo, que es Dios mismo viviendo en nosotros, para que podamos ejercer una vez más nuestro oficio para la Gloria de Dios. Nuestro llamado en el mundo de honrar y glorificar al Señor con cada acto que realicemos puede ser cumplido debido a la presencia santificadora y renovadora de su Espíritu. De hecho, Dios nos da dones por su Espíritu Santo, a algunos les da el don de administrar, a otros el don de cocinar, de hablar idiomas o de dirigir multitudes. Otros tantos son carpinteros eficientes, mientras que otros recolectan la basura cada semana, pero todos y cada uno de ellos están capacitados por su Espíritu Santo para que su labor impulse el crecimiento del Reino de Dios. Hoy tenemos una tarea, ejercer nuestro oficio, bajo la guía, iluminación y santificación del Espíritu Santo para que las diferentes estructuras sociales, políticas, económicas, o familiares, se sometan al Señor.
Por eso, cuando nuestro Señor Jesucristo regrese, llevaremos ante él todo lo que realizamos en esta vida, sea bueno o sea malo, todo será juzgado ante su trono. “Porque es necesario que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba según lo que haya hecho mientras estaba en el cuerpo, sea bueno o sea malo” (2 Corintios 5:10). Sí, todas nuestras obras serán juzgadas por Cristo Jesús para saber qué tan fieles fuimos a su llamado de seguirle en cada cosa que hiciéramos. El Pacto del Señor, incluso cuando nuestro Señor Jesucristo regrese, seguirá calificando nuestras vidas, es el hilo conductor de la historia humana, que culmina en los cielos nuevos y tierra nueva, donde mora la justicia, de la que nos habla Pedro. Es esta misma tierra, pero renovada, santificada por la obra poderosa del Espíritu Santo y la sangre de Cristo. En esta nueva tierra, estará la morada de Dios con los hombres (Ap. 21), donde Dios enjugará toda lagrima de nuestros ojos, e iluminará nuestros pasos constantemente. Dios estará en medio de nosotros, guiándonos, en la persona de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo. “He aquí la morada de Dios con los hombres” (Ap. 21).
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